A partir de la fotografía, en que la ventana es la protagonista pasiva, construir una historia en la que el protagonista espera la llegada de la noche para situarse junto a la ventana. Ansioso, nervioso e impaciente, deseando ver algo que le ha creado adicción. Desde su piso domina todo el exterior. El reto está servido.
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Foto: Pixabay
"LA VENTANA"
Desde la ventana podía observar toda la calle. Ver a cualquier vecino que entraba o salía de la escalera. Al cartero repartir todas las mañanas. A los mensajeros durante el día y a los repartidores de comida por las noches. Su pasatiempo principal, ahora que se había quedado viuda y que en la televisión no daban nada que mereciera la pena, era mirar por la ventana. Incluso se había acercado la butaca al ventanal del comedor para verlo todo mejor. Empezó en verano, tímidamente poniendo una silla al lado de la galería cubierta del comedor, era el único sitio donde pasaba un poquito de aire. Y luego cuando ya vino el otoño, cerro el ventanal, sustituyó la incómoda silla por su mejor butaca, y con la cortina medio recogida, podía seguir mirando sin perder detalle.
Se fijaba en cualquiera que pasaba, con un vestuario llamativo; gritando mientras hablaba con su acompañante; escuchando la música a todo volumen de algún móvil o de un coche en doble fila delante de su portería. Pensaba que tipo de personas serían, a que se dedicarían, donde vivirían. Y cuando se daba cuenta, ya había pasado toda la tarde y tocaba ir preparando la cena.
Y ese era uno de los momentos del día que más la entristecía. Primero porque cenar sola e irse a dormir a una cama vacía no lo llevaba del todo bien. Otra razón era que con la pequeña pensión que le había quedado, había días que llegando a final de mes no le daba para prepararse nada. Cocinaba buenos pucheros de caldo, legumbres y verduras para que le duraran varios días, pero aún ni así había meses que no lo conseguía.
En verano que los días eran más largos, había llegado a estirar sus sesiones contemplativas todo lo que podía, casi hasta que se escondía el sol. Y fue por entonces que empezó a observar como la verdulería o la panadería antes de cerrar, preparaban unas bolsas con género que les había sobrado, algo tocado o que ya no se podía vender, y lo dejaban al lado de los contenedores de basura. Eso la escandalizaba. ¿Cómo podían tirar tanta comida? Seguro que no estaba tan mal como para acabar en la basura. En estos tiempos en que vivimos la gente tiene “el morro muy fino”, como decía su madre.
Una noche de un final de mes, se vio muy apurada con la despensa y la nevera vacías. No tenía ni un mendrugo de pan para mojarlo en la leche ni nada con qué acompañarlo. ¿Cómo podía haber llegado a una situación así? Sus hijos vivían lejos y no pasaban tampoco por un buen momento, se prohibió a sí misma pedirles ayuda ni darles lástima ni a ellos ni a nadie.
Pero esa noche algo desesperada se comió el orgullo. Esperó a que fuera de noche, y antes de que pasara el camión de la basura, se apresuró a bajar al container y hacerse con una de esas bolsas. Al salir del portal, miro a izquierda y derecha, no vio a nadie y cogió una que enseguida reconoció por el logotipo de la panadería.
Al subir a casa, dejo la bolsa sobre la mesa del comedor, aun no se creía lo que había hecho, pero como sus tripas empezaron a sonar ruidosamente, se limitó a abrirla y sorprenderse del contenido. Había pan y pastas casi para una semana, solo tenía que ponerlas en la tostadora o mojarlas en leche y ya tenía merienda y cena para unos días.
Sentada en la mesa, con su pan tostado y una buena variedad de pastas, mojándolas en el café con leche, como a ella le gustaban, aun no salía de su asombro, de cómo a su edad había sido capaz de atreverse a hacer algo así.
Esa fue la primera de muchas noches que, estando ya vigilante desde última hora de la tarde, controlaba las bolsas de las tiendas y donde las dejaban. Así que repitió la operación cada noche durante toda la semana, hasta que llegó el día de la paga y entonces ya volvió a respirar de nuevo. Pero continuó su nuevo hábito durante el mes, ya que así se organizaba y no le faltaba dinero para pagar las facturas, que tanto la luz como la compra habían subido una barbaridad.
Una noche al bajar a buscar su bolsa de provisiones, coincidió con el dependiente de la frutería que traía una bolsa mientras ella recogía otra, y ruborizada, subió a su casa rápido sin mediar palabra. Después de aquella noche, dejó de comprar en la verdulería, ni pasaba por delante dando el correspondiente rodeo, le hacía sentir muy incómoda. ¿Qué pensarían las vecinas si se enteraban?
Y como la necesidad aprieta, lo que pensó que sería algo puntual, se convirtió en algo habitual. Con el tiempo descubrió que algunas bolsas de la panadería llevaban una pegatina, para que ella supiera cuales contenían el mejor género. El chico paquistaní de la verdulería le escribía un “HOLA” con una flor dibujada en el trazo de la “O” y pintando una carita sonriente dentro. Sintió que vivía en el mejor barrio del mundo, con muy buena gente. ¿Qué más podía pedir a esas alturas de la vida?