Echando un vistazo por la ventana, o bien paseando por el barrio, puedes encontrar la inspiración . Los personajes están ahí, solo tienes que buscar las historias.
“La
estación azul” fue el primer libro que le compré. Su negocio pasaba totalmente
desapercibido, uno más del barrio. Su pequeño escaparate estaba algo abandonado,
polvoriento y lleno de revistas que hacían imposible ver la tienda desde el
exterior. Era una papelería pequeña y anticuada. La mar de corriente, sino
fuera por la cantidad de género que llegaba a tener en menos de quince metros
cuadrados. Todo guardado en cajas, a medio colocar o apilado en sus viejos
estantes, lo que hacía imposible adivinar el color de las paredes del local.
Hay que decir que tenía de todo y curiosamente, sabía exactamente en qué balda,
cajón o caja se encontraba.
Lo más
peculiar era el mal carácter de su dueño. Un señor muy próximo a la jubilación,
si es que, como buen autónomo, no la había sobrepasado ya. Cuando te despachaba
te arrojaba sobre el mostrador cualquier artículo con toda su desgana, como si
no necesitara de sus clientes, y le molestaran por entrar en su tienda.
“¡Oiga,
si está usted amargado, jubílese y traspase el local de una vez!”. Pensaba yo,
cada vez que entraba a comprarle papel de regalo o cualquier material susceptible
de arrugarse. Y él tan amable, muy delicado y servicial, lo doblaba por la
mitad, y a su vez en otra mitad y así hasta dejarlo bien plegadito. ¡Todo un
campeón de Origami, con que gracia natural lo manejaba! Yo con una sonrisa un
tanto forzada, me despedía hasta la próxima. No había otra tienda en el barrio
a quien comprárselo. Cuando le encargaba alguna novela, revista o cualquier
otro artículo, se lo apuntaba en la esquina de su periódico, y luego al ir a
buscarlo nunca sabía de qué le hablaba. ¡Qué hombre!
A
veces le acompañaba su mujer, que conversaba con los proveedores más antiguos y
los clientes más fieles, mientras él escuchaba la radio o seguía leyendo su
periódico sin levantar la vista del mostrador. ¡Que paciencia la de esa mujer! Un
día, aprovechando que estaba sola, me ofrecí tímidamente a ayudarla a organizar
la tienda o arreglar el escaparate. Ella sonrió y me lo agradeció, pero nunca
más volvimos a comentarlo. Fue una lástima, con lo bien situada que se
encontraba la tienda, podrían haberle sacado mucho más partido, pero con los
años sus dueños parecían haber perdido la ilusión.
Un domingo
entré en la tienda y mientras esperaba mi turno, oí a la mujer comentarle a un
cliente que habían ingresado y operado de urgencia a su marido, pero que ya se
encontraba mejor. Una tarde me sorprendió verlos bajar de un taxi, él iba
cogido del brazo de ella y parecía otra persona, más delgado y muy envejecido
en tan poco tiempo. Después de tantos años en el barrio, me di cuenta que vivían
justo a dos bloques de mi casa. Nunca los había visto en mi calle ni fuera de
su negocio. Parecía que, dentro de su pequeña tienda, transcurría su vida
entera, domingos y festivos incluidos.
A
partir de entonces vi que abrían su tienda de forma intermitente y sin ningún
horario fijo, hasta que finalmente apareció en el escaparate el cartel de “Se
traspasa”, y me entristecí porque intuí que no eran buenas noticias. Después ya
vinieron los años de la crisis y su local continuó cerrado por mucho tiempo, no
era buen momento para abrir un nuevo negocio. Supongo que nadie quería
arriesgarse. Y entonces la crisis llegó también a mi empresa. En menos de un
mes despidieron a más de treinta personas, entre las que me encontraba yo.
Y con
el finiquito que recibí tras quince años de fiel servicio, no se me ocurrió
otra cosa que invertirlo en mi propio negocio. Y así la vieja librería reabrió
de nuevo. Di una mano de pintura blanca a las paredes, ahora parece más grande
y luminosa. Lijé las viejas estanterías y coloqué ordenadamente libros de
segunda mano, revistas y comics. Retiré la oxidada reja metálica del escaparate
y cada mes lo decoro con algunas manualidades y juguetes, los niños siempre se acercan
y alguno entra a comprarme golosinas. Pinté la fachada de un color bien vistoso
para que la antigua puerta blanca destacara. Y el descolorido cartel lo cambié
también, ahora en el nuevo se lee pintado a mano “La estación azul”. Y por si
un día la buscas, es fácil de encontrar, entre las calles Begur y Sa Riera,
está justo en la esquina. Es la casita roja.
Insisto, tus personajes son encantadores, tan reales como mi memoria. Siempre soñe con tener una vieja libreria, pero a la usanza del librero de tu calle.
ResponEliminaCreo que hay algo de todos en tus personajes, aunque no lo queramos ver.
Las viejas librerías son lugares muy entrañables, y en ocasiones, sus libreros... también! Quien sabe, quizá todos somos también personajes de relatos de otros cuentacuentos... ¿no te parece? ¡Saludos!
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